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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Contra la acriticidad del “libro de texto"



Víctor Hugo Quintanilla Coro
Es muy significativo el hecho de que la educación, que tiende a comunicar los conocimientos, permanezca ciega ante lo que es el conocimiento humano, sus disposiciones, sus imperfecciones, sus dificultades, sus tendencias tanto al error como a la ilusión y no se preocupe en absoluto por hacer conocer lo que es conocer.
Edgar Morin

No se enseña a los hombres a ser razonables y se les enseña todo lo demás.
Pascal
Uno de los recursos didácticos más recurrentes en la educación es el libro de texto. Esto, a la vez, quiere decir que este recurso de tecnología educativa se erige como uno de los tipos de libros en los cuales más presente está la acriticidad de la racionalidad del mundo moderno. El razonamiento es sencillo: a esa racionalidad no le interesa tener detractores, entonces ¿qué mejor maniobra que usar verdades enciclopédicas para hacer creer que sólo existe UNA cultura, UNA literatura, UNA historia o UNA economía, en lugar de culturaS, historiaS o economíaS? La acríticidad del libro de texto, por lo tanto, está determinado por su carácter enciclopédico, característica a la que subyace la creencia de que existen verdades que no podemos dejar de aprender, porque serían esenciales para “ser modernos” y no caer en la “ignorancia” de quien, por ejemplo, no ha leído el Quijote de Cervantes o no sabe que la cuna de la civilización occidental es Grecia.
Contrariamente a lo que piensan muchos autores y autoras de libros de texto, el modo cómo se presenta el conocimiento original no tiene nada que ver verdades preestablecidas de la enciclopedia de un libro de texto. El conocimiento, como formalización de un pensamiento, se presenta bajo la forma de una investigación contenida en un libro original. “Ningún” pensador o escritor presenta el resultado de sus indagaciones o los efectos de su genialidad literaria en versiones resumidas o sintéticas. Aunque resulte perogrullesco decirlo, el conocimiento crítico, teórico o artístico es presentado con toda su complejidad y riqueza, aspecto que es sobradamente positivo para la educación, si ella no busca caer en la simple universalización de una cultura moderna. Los libros de texto, en cambio, hacen precisamente todo lo contrario. Metafóricamente interesados por desenredar el conocimiento de los pensadores (investigadores y/o intelectuales), un autor de libros de texto estructura un discurso esquemático, vacío de complejidad y profundidad, con lo que puede tomar de libros originales o, peor aún, de otros libros de texto o enciclopedias. Así, el libro de texto es un discurso cuyo espíritu está configurado a fuerza de arrancarle un poco de espíritu original a otro tipo de libros.
El libro de texto es un cementerio de contenidos. Las tumbas son los cuerpos de contenidos ya sin espíritu, esto es, sin riqueza ni complejidad. ¿Acaso esto no convierte ese obsoleto recurso de tecnología educativa en un perverso enemigo de los libros que refieren pensamientos originales? Lo digo porque estoy seguro de que los pensadores y escritores preferirían ser leídos en persona antes que alguien más resuma sus ideas y los presente en un libro enciclopédico, evitando u obstaculizando, de ese modo, que los lectores recurran a los contenedores de conocimiento complejo. Si hemos de traer a colación la queja de los cultos o ilustrados de que en un país no se lee, pues ya sabemos que uno de los enemigos de la lectura es el mismo libro de texto y, naturalmente, sus auspiciadores.
Por lo tanto, el resultado de la existencia de un libro de texto es, básicamente, la existencia de conceptos con flacas definiciones, insostenibles clasificaciones y esquemas y análisis de obras que se repiten siempre de la misma manera, sin importar la diferencia de las generaciones de educandos. Para ver en qué medida se da esto, no hay más que fijarse en que un determinado libro de texto, usado en el 2006, fue el mismo que se usó para “(de)formar” educandos hace varios años. Está aún el otro detalle de que esa clase de recurso bibliográfico presenta una perspectiva ya ideologizada de la realidad, perspectiva que simplemente queda repetir si se quiere ser “culto”, es decir, “moderno”.
En la posición de escribir libros de texto, hay también una actitud contra-pedagógica que considerar, como otra de las causas de la acriticidad del libro de texto: la actitud de alguien de erigirse como el “explicador” -resumidor, descomplejizador o didactizador- de una serie de contenidos, porque quizás otros, que obviamente son los lectores inexpertos, no serían capaces de comprender lo complejo del conocimiento producido por los pensadores. Esto quiere decir que “todos” llegan únicamente a conocer lo ya comprendido o digerido por el libro de texto. ¿Qué gravedad tiene esto? Quienes leen libros de texto están aprendiendo lo ya comprendido por otro que es un autor enciclopedista. Eso quiere decir que se cancelan las posibilidades de “aprender a comprender”, porque lo mejor es aprender lo ya comprendido. La actitud de estructurar un libro de texto, entonces, está sustituyendo la posibilidad de que las personas lean libros originales, porque hay alguien más que lo hará por ellos y no necesariamente con el criterio de aprender a comprender ni mucho menos, sino más bien con una razón comercial, que llevará a vender explicaciones enciclopédicas, es decir, contenidos ya comprendidos a quienes renuncian a comprender contenidos complejos por ellos mismos. De este modo, la actitud de escribir libros de textos capitaliza la incapacidad de quienes no pueden comprender contenidos originales. Esto ocurre a pesar de la certeza hermenéutica de que las explicaciones no son necesarias para remediar la incapacidad para comprender. Al contrario. La “incapacidad es la ficción que estructura la concepción explicadora del mundo. El explicador es el que necesita del incapaz y no al revés, es él el que constituye al incapaz como tal.”[1] Explicar contenidos a alguien consiste en aclarar antes que él no puede comprender esos contenidos por sí mismo, razón por la cual serían necesarios los “explicadores”. Todo esto significa, en última instancia, que el libro de texto ya no sólo sustituye el “aprender a comprender” por la lógica de “aprender lo ya comprendido”, sino también la trampa pedagógica, peculiarmente moderna, de ser el libro de texto, el que decide qué se debe aprender. De esto emerge el otro argumento de que ese recurso ya no sólo es acrítico, sino también un artefacto orientado a promover su misma acríticidad en quienes se acercan a él, ingenuamente, en busca de “luces” que sólo encontrarán después de haber sido enceguecidos.
Hasta aquí, al descomplejizar el conocimiento de los pensadores y presentarlo en forma enciclopédica, hace caer en el defecto de creer que el contenido ya digerido que transmiten es “objetivo”, “universal” o, en otras palabras, imprescindible. ¡Cómo si fuera posible decir algo desde ninguna parte, por fuera del lenguaje o del mismo pensamiento! ¿Cuál es el sesgo de esta implicación? No es posible asumir una posición extraña a la propia subjetividad. Todo lo que se dice o hace siempre se dice o hace desde ella. Cuando alguien lee un libro de texto, lo que en el fondo está leyendo, por lo tanto, es la subjetividad de un determinado didactizador de investigaciones originales. Esto es superlativamente peor cuando a las profesoras y profesores se les ocurre “educar” recurriendo a contenidos enciclopédicos. Al hacerlo recubren la subjetividad de los educandos con la simple subjetividad de quien descomplejizó ciertos contenidos, una subjetividad que cristaliza el proyecto de la modernidad de que todos seamos como ella. De esta forma, no se aprende más que lo que anticipadamente está ya dispuesto. Si pedagógica e ideológicamente esto ya es grave, cognitivamente lo es aún mucho más, porque quienes se “educan” leyendo libros de texto no sólo dejan de realizar esfuerzos cognitivos para aprender a comprender, sino que se hace cada vez más difícil desarrollar la competencia más importante de todas: la autonomía intelectual, la facultad para producir sentidos con orientación ética y crítica.
¿Qué hacer frente a las consecuencias indiscriminadas del hecho de que todavía existen libros de texto que hacen olvidar el horizonte pedagógico de suscitar la actitud crítica en quienes se encuentran en periodo de formación? ¿Se trata de educar recurriendo a contenidos enciclopédicos o se trata de educar haciéndonos responsables con la subjetividad de quienes son diferentes a nosotros? Continuar educando con libros de texto significa también dar lugar a un proceso de paulatina disminución de la criticidad. Frente a la razón de los autores e instituciones que promueven la publicación y uso de enciclopedias a nombre de una educación moderna, hay que erigir una educación con ética que ya no sólo sitúe a los educandos frente a la riqueza y complejidad de los conocimientos sino -para ser también consecuentes con el pluralismo- es imprescindible incorporar la comprensión de las distintas prácticas culturales que hasta ahora no han dejado de ser constitutivas de la realidad que aún vivimos desprovistos de una actitud intercultural.

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